El valor de asumir la incertidumbre en vez de resistirse a ella.

Nadie sabe lo que ocurrirá mañana, ni tan siquiera lo que ocurrirá inmediatamente después de este instante. Sin embargo, ahí está el mundo, en su avance implacable, y con el tu y yo, caminando hacia lo desconocido.

No saber lo que va a suceder puede dar vértigo. Tal vez por eso se suelen recorrer los días como si supiera qué esperar de ellos o esperándolos. Y quizá, por la misma razón, cuando se presenta una situación abiertamente incierta o inestable, se intenta a menudo calmar la inquietud buscando asideros que disminuyan la incertidumbre. Queremos saber qué va a suceder: especulamos, buscamos información, nos preocupamos…

Con ello se olvida que ese momento no es, bien mirado, tan diferente de los demás. La incertidumbre no es una anomalía en la vida sino su esencia misma. En cada momento, rutinario o extraordinario, el futuro está abierto. Nada asegura que no se pueda enfermar, que no se pueda perder algo o alguien importante para uno o que se vaya a ver cumplida una expectativa.

Sentir inquietud ante lo que pueda venir forma parte de lo que significa vivir. Resistirse a ello en lugar de aceptarlo solo genera ruido y puede convertir esa inquietud saludable, que mantiene los sentidos abiertos, en fuente de malestar. Así, cuanto más manifiesta la incertidumbre, más nos enfrentamos a nuestros límites, pero también más creativos podemos ser. La inquietud no viene dada por las circunstancias, sino por la conciencia de la libertad y las posibilidades que se abren ante uno en un mundo donde cada momento se construye entre todos.